Desde
hace ya muchos años estoy convencido de que la energía nuclear, además de haber
resultado un fiasco industrial (para la humanidad) y una estafa económica (para
la ciudadanía), tenía menos porvenir que un espía sordo.
Su
desarrollo y mantenimiento sólo ha sido posible por una conjunción de intereses
militares y económicos totalmente ajenos a cualquier criterio de fiabilidad o
rentabilidad que no fuera la de los sectores que han sacado (y sacan) “tajada” de
semejante tinglado.
Ni
han sido nunca rentables, ni medioambientalmente sostenibles (30.000 años de radioactividad
latente), ni -por lo que llevamos visto- especialmente seguras. (Three Mille
Island, Chernobil, Fukushima, . . )
Pese a todo, el potente brazo mediático de dicha
“industria” seguía empeñado en hacernos creer que ese era el futuro de la
producción energética.
Ayer, discretamente, sin demasiadas alharacas,
no vaya a ser que nos pongamos a hablar de ello y saquemos nuestras propias
conclusiones, Japón, el país probablemente más dependiente energéticamente del
mundo, y el que más energía de origen nuclear consumía (el mayor productor es Francia,
pero la exporta) ha desconectado el último de sus 54 reactores nucleares.
Y, probablemente, mañana Japón seguirá existiendo
y sus problemas, aparte de un puntual agobio energético, serán la caída de las
exportaciones, el envejecimiento de la población y, ahora, el coste de sosegar,
desmantelar, neutralizar, descontaminar y vigilar los emplazamientos de esos 54 disparates
tecnológicos que durante 40 años han enriquecido a una serie de compañías
privadas que dudo mucho que hayan contemplado en sus balances dichos costes para los próximos 30.000 años.
¿Quién pagará, pues?
¿Quién pagará, pues?
Y siguen queriéndonos hacer creer que son
rentables.
Desde luego para los bancos, las constructoras,
los dueños de las patentes, las empresas operadoras y los periodistas y expertos
“a pesebre” lo son.
Para los ciudadanos y el planeta, me parece que
no.
Reflexionemos, hermanos.
Amén
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