13/5/10

Jürgen y el Dragón

El rugido de la bestia al otro lado de la esquina de ladrillo hace vibrar el suelo y el cielo, y las piernas de Jürgen acompañan a nubes y piedras en su temblar. Aprieta los dientes y los dedos en torno a la empuñadura del Panzerfaust y trata de no pensar en nada. Ni en las instrucciones de manejo del arma, que se le han indicado apresuradamente esa misma mañana, ni en las detonaciones que se suceden una detrás de otra en la ciudad: ráfagas de armas automáticas, disparos secos y aislados, estruendosas explosiones de proyectiles de artillería, un gruñido constante que recorre las calles.


Con un súbito escalofrío de miedo, Jürgen gira sobre sí mismo, lanzando un rápido vistazo a la avenida, a su espalda. Ha sentido el peso de una mirada en la nuca, el arañazo de unos ojos que le ha erizado el vello en los brazos. Pero tras él no hay nada, solo la calle desventrada, los cráteres en el suelo, las pilas de escombros, las fachadas humeantes tiznadas de hollín, las pavesas revoloteando en el aire frío de la mañana: pavesas de libros, pavesas de muebles, pavesas de vidas. Y Jürgen siente un nuevo escalofrío. La tela de su uniforme de las Juventudes Hitlerianas es demasiado fina, y en Berlín los últimos días de abril siempre son fríos, un recuerdo del invierno que el muchacho de dieciseis años que aferra su Panzerfaust junto a un cruce de calles tiene la sensación de no sacarse de los huesos.
Y, al otro lado de la esquina, invisible, el gañido de la fiera acercándose, con su paso pesado y lento, carente de prisa, antediluviano y atávico, haciendo repiquetear los cristales desparramados por el suelo. Ventanas, puertas viseladas, marcos de fotos de bodas y de bautizos, escaparates de relojerías, fragmentos de vidas tintineando a su alrededor como cascabeles, heraldos de la bestia. Trata de tragar saliva, pero no puede. La garganta está seca. Sin embargo, bajo la gorra del uniforme - no es de su talla, demasiado grande, se le ladea de un modo poco marcial sobre la frente - el sudor brota en delgados hilos que se le enfrían sobre la pálida piel del rostro, donde sus ojos azules destellan y tiemblan, igual que sus piernas, igual que el mundo.
Vuelve a mirar atrás. No ve a nadie. ¿ De veras está solo ?
¿ Y si me doy la vuelta ? ¿ Y si giro sobre mis talones y echo a correr hacia casa tan rápido como puedan llevarme los pies ? Estos pies que calzo en unas botas que tampoco son de mi número, las botas de un muerto, a Jürgen no le cabe la menor duda. Las botas que alguien arrancó del cuerpo inerte de un soldado. En vez de cerrarle los ojos, le quitaron las botas, para que otro pudiera morir con ellas puestas. Aprieta los dientes. El ruido de engranajes, de piezas metálicas moviéndose ya es perceptible, discernible en el estruendo general. Cada segundo que pasa está más cerca. Más y más cerca.
Correr, correr hacia a casa.
¿ Y acabar como los cuerpos ahorcados de dos muchachos de su edad, balanceándose suspendidos del cuello por los cinturones de sus propios uniformes, el mismo uniforme que él lleva, con la orina formando charcos debajo de sus pies descalzos ? Les vio de camino a su posición, moviéndose sin prisa suspendidos de sendas farolas - en Berlín ya no quedan árboles para ahorcar a los muchachos con miedo, todos se convirtieron en leña el invierno pasado -. A pocos metros de los ahorcados, un parapeto de sacos terreros contenía media docena de SS agrupados alrededor de una ametralladora. Todos estaban sin afeitar, con los ojos rojos y las miradas huecas. A pocos metros a la derecha, un grupo de ancianos del Volkstrum miraban en todas direcciones, como conejos asustados, aferrándose a sus pistolas, ridículas en sus manos artríticas. Uno de los SS, al ver a Jürgen pasar junto a él, le miró y le dijo:
- Apunta a las cadenas, hijo. Y luego corre.
Cohibido, Jürgen solo fue capaz de asentir. Aquellos hombres, los patéticos viejos, los SS curtidos hasta ser solo un apéndice de la muerte, le habían puesto la piel de gallina.
Pero ahora no hay nadie en la calle, nadie en absoluto.
Y, en realidad, ¿ a quien le importa este cruce de calles, a quien le importa un crío que corre de vuelta a su casa, a quién, en este mundo que se desgarra y sangra polvo, piedra, cenizas ? Piensa en su padre, en sus manos mientras lía un cigarrillo; en su madre, en el olor a harina; en su hermana pequeña, en la humedad de su pelo rubio cuando volvía de clase bajo la lluvia. Estarán en el sótano del edificio donde está su piso, apiñados junto a los demás vecinos, sintiendo retumbar en los precarios tabiques la explosiones, pregutándose qué ocurre, si Berlín aguantará, si dentro de unos instantes escucharán voces hablando en ruso en el piso superior. Preguntándose qué será de su hijo, que hace doce horas fue sacado de casa por los Feldgendarmes para incorporarlo a las milicias que defienden Berlín.
Y Jürgen quiere encogerse, quiere que la tierra se lo trague y quiere estar allí, en el sótano convertido en refugio, porque le abruma la sensación súbita y ridícula de que entre ese sótano y los bárbaros del Este, los hunos renacidos, los tártaros de las estepas sedientos de sangre y lascivia, envenenados de odio y lujuria, entre su madre, su hermana y el animal que se aproxima por la bocacalle - ¿ a cuántos metros ya de la esquina ? ¿ Treinta, veinte ? - solo está él. Él, un muchacho enclenque tan asustado que hace minutos que, sin que se dé cuenta, las lágrimas le corren por los ojos en un murmullo de inocencia. Él, que nunca ha besado a una chica - ni siquiera a Magda, la hija de la portera, a la que todos han besado y que ahora estará acurrucada en aquel mismo sótano que sus padres y su hermana -. Él, que tiembla de frío y miedo, mientras sus manos sudadas empapan el disparador del Panzerfaust, la única granada anticarro esperando su despertar en el delgado tubo metálico.
Un fino polvo de ladrillo pulverizado, rojo como sangre, le cae sobre la visera de la gorra, sobre los hombros, sobre el rostro, adhieriéndose a los surcos que las lágrimas van dejando en su cara. Está tan cerca, se dice, tan, tan cerca... Hasta los esqueletos de las fachadas tiemblan ante su proximidad. El ansia de correr es espasmódica, le golpea con intensidad, se desvanenece y vuelve con más vigor. Quiere correr, quiere correr, correr y correr, ni siquiera buscar su casa, ni siquiera a su familia. Simplemente, no quiere morir allí, en ese cruce, en esa calle a tan solo dos manzanas de su barrio. No quiere morir. Ni por Hitler, ni por Alemania ni por Berlín. No quiere morir. Tiene tanta vida por delante...
Se acurruca contra los ladrillos, entre los escombros, pegando las rodillas al pecho, perdiendo el control de su vientre. Ajeno a ello, mira a su alrededor buscando algo que le obligue por fin a moverse, a poner marcha sus pies, que no parecen querer hacer caso cuando todo su cuerpo grita que se vaya de allí, ahora que el ruido del motor, de las cadenas aplastando el asfalto y los adoquines, es tan fuerte que no le deja oir nada más.
Y allí, en el suelo, a pocos metros, pintado con tiza en el suelo que pronto ollarán las cadenas soviéticas, hay un tablero blanco, una sucesión de polvorientas líneas níveas, donde las niñas saltaban a la pata coja tarareando cancioncillas ridículas. Y más allá, sostenido solo sobre uno de los goznes, el cartel de una zapatería se balancea sobre el pavimento. Y en algún lugar a dos manzanas de allí, su madre murmura cuentos de hadas para tranquilizar a su hermana, mientras le acaricia la cabeza através de las hebras de pelo dorado, hablándole de caballeros, princesas y dragones.
Así que los pies se mueven.Se mueven sobre los cristales y los restos del mundo, y las manos aferran el Panzerfaust, y Jürgen dobla la esquina y corre tres metros hasta situarse en el centro del cruce, y se lleva a la cara la mirilla del lanzagranadas de un único disparo. Solo entonces se atreve a alzar la vista hacia la mole del carro de combate KV-1 que se alza como una montaña pintada de gris delante suyo, la estrella roja sobre la torreta, las bocas de las ametralladoras como ojos de serpiente, el cañón oscuro amenazando con tragársele.
De modo que Jürgen, solo en mitad del cruce como un niño desnudo, alza el lanzagranadas sobre el hombro, las piernas separadas, la gorra demasiado grande ladeada cómicamente, el rostro bañado en lágrimas y polvo, temblando, llorando dentro de sus botas también demasiado grandes, el pantalón machando de miedo, y mira a los ojos al dragón de setenta toneladas, sabiendo que el mundo ya no existe, que no hay Reich de los Mil Años, ni nación ni ideología, que solo hay un grupo de personas asustadas gimiendo en un refugio subterráneo, que solo hay una niña que llora escuchando cuentos de hadas, que solo hay un dibujo de tiza que será borrado bajo el peso de las orugas.
Y entre ellos y la desolación, quizá solo esté un niño. Un niño con una lanza que mira a los ojos del dragón mientras llora de miedo y dignidad.

Moli
Valladolid, 19 de octubre del Año 4.

No hay comentarios: