Desde
hace años, con mayor o menor disciplina, pero con la voluntad de no cejar en mi
empeño, vengo intentando poner en práctica pequeños gestos que, según mi
criterio, pueden ayudar a no empeorar demasiado el mundo en el que vivo.
A la vista de los hechos, parece claro que mi éxito
es más bien escaso.
Sin embargo cada día que pasa me engolfo más en
mantener esa batalla sorda contra la inercia que me impele a “hacer lo que se
me manda” en materia de consumo.
Y lo cierto es que no solo disfruto con este “juego”,
sino que, además, voy adquiriendo una serie de “conocimientos” que, aunque no
me hacen sabio, reducen mi ignorancia y empiezan a propiciarme lo que yo creo
que empieza a ser una visión “de conjunto” del maremágnum que es la economía de
mercado (de consumo) y las muchas “trampas” que nos tiende sin que nos
percatemos.
Son muchas las cuestiones a tener en cuenta y todas
ellas importantes.
Y, como soy incapaz de ordenarlas y sistematizarlas,
he decidido ir contando las que se me ocurren (y medianamente conozco por
experiencia propia) por si a algún diletante le sirven de entretenimiento.
Las reglas son simples:
1
Se trata de decisiones sencillas (no heroicas) que
creo que seré capaz de mantener en el tiempo.
2 Las llevo a cabo en la medida que puedo. Sin hacer trampas, pero sin
atormentarme cuando no puedo “cumplir”.
3 Procuro antes de “embarcarme” valorar los “pros” y los “contras”
(sociales, medioambientales, morales y económicos) y voy ajustando las “dosis”
a la medida de mi convencimiento.
4 No me meto en polémicas con quienes las cuestionan, salvo para
intentar averiguar si tienen razón (cosa que a menudo ocurre)
5 No espero "resultados". La filosofía del asunto es esa de “un grano no hace
granero, . . . (pero ayuda al compañero)”.
Dicho esto,
cuento que desde hace ya bastante tiempo empecé a discriminar mis compras
alimentarias en función de una serie de criterios tales como la exclusión de “transgénicos”
(OMG u organismos genéticamente modificados), depredación del medio ambiente y
las poblaciones productoras (como los langostinos de acuicultura) o el empleo
se sistemas “intensivos” de producción (huevos y carnes) y, también, todo
aquello que me oliera a una “gran multinacional” excluyendo del mercado a la
competencia y medrando a costa de la miseria de los productores.
Bueno: Pues
de eso hablaré otro día.
Hoy voy a cantar
únicamente las “excelencias” del comercio de proximidad.
Me estoy
refiriendo a la elección (cuando se puede) de los productos que se han
fabricado o cosechado lo más cerca posible del punto de consumo.
Evitando
de este modo el que una pierna de cordero tenga que viajar (refrigerada) 20.000
km desde nueva Zelanda hasta mi plato, mientras se van cerrando pequeñas (y no
tan pequeñas) explotaciones en Extremadura, Castilla-León, Castilla-La Mancha,
Aragón o Navarra. Explotaciones que, además, en el caso del cordero se
alimentan exclusivamente de “pasto” y cuyos “bichos” viven al aire libre.
O (ejemplo
más reciente) que las naranjas recorran aproximadamente 10.000 km desde Argentina, cuando a 350 km. tengo la huerta valenciana donde también las hay.
O comprobando que (cosa
aún más curiosa) si busco con cuidado, puedo comprar garbanzos y alubias de León
y Palencia en lugar de las que, bajo nombres y etiquetas aparentemente locales,
se importan de Méjico y Canadá y que –aunque cueste creerlo- suponen el 95% de la oferta
de los hipermercados (Alcampo, Carrefour, Mercadona, . . .)
Esa casi
diaria selección me supone 10 o 15 minutos adicionales de “investigación, porque
no es fácil averiguar la verdad a simple vista (la verdad la escriben con letra
muy pequeña y en sitios insospechados), pero me resulta divertida y cada día
que pasa me cuesta menos y me voy haciendo más a la idea de cómo funciona este
mundo.
La ventaja
de este planteamiento, obviamente deriva de la racionalidad de no tener que
transportar (contaminación, coste económico y despilfarro energético) los
productos.
Pero es
que, además, en la mayoría de los casos estamos favoreciendo a los pequeños productores
locales que habitualmente son los que utilizan sistemas menos insostenibles o
incluso directamente más ecológicos.
Tuve algún
remordimiento inicial al pensar que con mi actitud privaba a esos países
exportadores de los ingresos para mantener a sus ciudadanos.
Pero pronto me convencí
de que los limones argentinos no se los estaba comprando a los herederos de Martín
Fierro, sino muy posiblemente a alguna multinacional como La Moraleja que probablemente
no sea un ejemplo de redistribución de la riqueza ni de compromiso
medioambiental. (y que conste que no quiero hablar de Bárcenas, ni del Partido
Popular)
Por
supuesto, como “no hay atajo sin trabajo”, este comportamiento, además de requerir
un mínimo esfuerzo (sobre todo mental) incrementa un poco el importe de la
factura, aunque bastante menos de lo que suelo ahorrarme no comprando cosas
innecesarias y, a veces, malsanas.
Saludos.
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