Nunca
nada está decidido de antemano hasta que no ocurre.
Y
eso vale también para los resultados electorales que empezaremos a conocer
dentro de aproximadamente 30 horas.
En
todo caso estas líneas no pretenden convencer a nadie.
Ni
mucho menos apelar a la supuesta utilidad (o inutilidad) del voto a ninguno de
los contendientes.
Probablemente
escribo mirando mi propio ombligo.
Pero
como casi todos tenemos ombligo y en general suelen funcionar de un modo
similar, dejo aquí estas líneas por si algún ocioso no encuentra cosa mejor con
la que matar el tiempo.
La
primera de las reflexiones que me hago es la de la incapacidad colectiva de
definir de un modo nítido las causas de nuestros males, pese a que más del 90 %
de nosotros coincidimos en que las cosas no funcionan y se están cometiendo
grandes injusticias, cuando no delitos sociales.
Y
sin embargo, la cosa debiera resultar bastante sencilla, ya parece evidente que
la raíz de todos ellos está en la política económica que se está aplicando.
Apuesto
a que si nos preguntaran sobre si consideramos que la Política debe
prevalecer sobre la Economía, o la
Economía sobre la Política, casi todos nosotros -salvo los más listos (formados
en escuelas de negocios o beneficiarios de cargos y carguillos directivos)-
responderíamos que la Política (no el politiqueo) debiera ser quien marcara las
decisiones económicas y no al revés.
Y
sin embargo, de algún modo nos han hecho creer que mientras la Política es un
juego de intereses (en el peor sentido de la palabra) la Economía es una “ciencia”
tan incontestable como la Ley de gravitación universal (Isaac Newton, 1687), pese
a que, a poco que nos fijemos, hemos podido constatar que es una simple
herramienta administrativa y de gestión (muy potente), que lo mismo sirve para mejorar, que
para empeorar la vida de las gentes.
Y,
mucho peor aún, si no somos ciegos (de los que no quieren ver) hemos podido
comprobar que una buena parte de los "sumos socerdotes de la economía" no son más
que una cuadrilla de depredadores, intelectuales “a la carta”, plumíferos a
sueldo, estómagos agradecidos, arribistas, tiralevitas y los capataces de todos
ellos que, por un sueldecillo (algo menos malo) o un halago, reniegan de su
clase social y cual los “kapos” de los campos de concentración ejercen de
perros guardianes de sus amos sin querer enterarse de que también ellos (o sus
hijos), antes o después, terminarán en el horno crematorio.
La
segunda de las reflexiones tiene que ver con el tribalismo congénito que todos
parecemos padecer (y me incluyo en el lote) que nos impide criticar a “los
nuestros”.
Incluso
cuando “los nuestros” no son realmente “los nuestros”, o con su comportamiento
han dejado de serlo hace ya bastante tiempo.
El
reconocimiento de esa desafección lo asumimos como una “derrota personal” y
llegados a ese punto optamos, como el Conde Lozano (tras pegar una bofetada al
anciano padre de El Cid) por “mantenella y no enmendalla” ("procure siempre acertalla
el honrado y principal; pero si la acierta mal, defendella, y no enmendalla", Guillén
de Castro, Mocedades del Cid, 1615).
Ese
tribalismo es la garantía que tienen todos los partidos –de potencia
proporcional a su número de electores- de que, lo hagan bien o mal, siempre
pueden contar con el voto de quien bajo ningún concepto va a reconocer lo que
considera “su error”, cuando más bien es el error (o la traición) de los dirigentes
de su opción política.
Ese
es el verdadero “suelo” electoral de los grandes partidos, Sobre todo los de la
derecha y sus vecinos de centro-derecha que andan por ahí disfrazados de
socialistas.
La
tercera reflexión, y con ella termino para que no se nos junte la improbable
lectura de este texto con el recuento de los votos, tiene un carácter aún más
íntimo.
Me
estoy refiriendo al desprecio implícito que mostramos la gran mayoría de
nosotros a las reglas del sistema democrático.
Por
un lado “presumimos” (o los más discretos, simplemente estamos convencidos) de ser personas
racionales y comprometidas con la libertad, los derechos, la justicia y el
logro del bien común.
Igualmente
nos consideramos (empezando por un servidor) perfectamente formados e informados
de lo que pasa en el mundo.
Y,
finalmente, nos ofenderíamos si alguien pusiera en duda las dos anteriores
afirmaciones.
Pues
bien: A una gran mayoría de estos demócratas racionales, comprometidos,
formados e informados, las jornadas electorales nos traen al fresco y, o bien nos
coinciden con un viaje de fin de semana, o teníamos que ordenar el trastero, o
visitar a su cuñada que está ingresada, o lavar el coche, o nos resulta
imposible desatender a los niños el único día de la semana que podemos estar con
ellos, o . . . , o . . ., o . . ..
En
suma: La jornada electoral y las elecciones nos importan un carajo; porque, que
yo recuerde, casi nadie ha faltado a su boda, al entierro de su padre, o a
cualquier asunto que verdaderamente le parezca importante, por razones como las
que he descrito.
Por
supuesto ese comportamiento (inconsciente, pero mucho más común de lo que parece
y de lo que sería deseable) no nos restará maña ni un ápice de autoridad moral
para dictaminar sobre unos resultados en los que en lugar de “intentar hacer”, “hemos
dejado hacer”.
Saludos.
Recopilatorio
Elecciones Europeas:
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