Oí decir hace unos días en la radio que “el
Alcoyano”, al final de un partido de fútbol que iba perdiendo por 7 a 0, exigió
que se jugara “la prorroga”.
Bueno, pues hoy, a punto de acabar el día, y
tras asistir a una manifestación nada multitudinaria, aunque eso sí, bastante
colorista, en la que gentes de distinto “pelaje” hemos recorrido el tramo de la
calle Alcalá que va de la Plaza de Cibeles hasta la Puerta del Sol, hago como los
“del Alcoyano” y sigo diciendo ¡Viva la
República!
Recibí esta mañana unas cuantas felicitaciones “republicanas”
y sé que muchos de mis conocidos y amigos, se sienten y reconocen como tales.
Me alegro de ello, y estoy convencido de que “la
razón” democrática está de nuestra parte, y el tiempo nos la dará.
Pero, una vez más constato, que vista la falta
de organización, el nulo interés de los medios de comunicación por informar sobre
estas cosas y, sobre todo, la mansedumbre y placidez con las que nos acomodamos
a no dar un paso más allá de nuestra rutina diaria y no “perder nuestro tiempo”
en asuntos que no producen un resultado “inmediato” y “tangible”, visto lo
visto, creo que “el Borbón” puede dormir tranquilo un año más. Y seguramente no
será el último.
No obstante una buena amiga me ha mandado un texto
que María Zambrano escribió en 1985 rememorando “su 14 de abril” de hoy hace 80
años.
Quizá para algunos, que ya “están de vuelta de
todo” (las más de las veces sin haber ido nunca a parte alguna), sea simplemente
una antigualla. Algo así como un remilgo de monja.
Pero a mí que, como sabéis, no pude estar "aquel
año" en la Puerta del Sol, me ha traído el “recuerdo” de algo que nunca viví y
que sólo pude “atisbar” mínimamente, sobre el puente del desaparecido “Scalextric”
de la plaza de Atocha, la tarde-noche del 27 de febrero de 1981 cuando nos manifestábamos
(patronal bancaria incluida) a favor de “la democracia” y en contra del
reciente “golpe de estado”
Por si, como yo, eres un “nostálgico” o
simplemente un “sentimental” te lo transcribo junto con mi agradecimiento a
quién me lo envió.
"Fue tan hermoso como inesperado: salió el día en estado naciente; es decir, nació. Solamente por eso, aunque hubiera nacido otra cosa –hermosa, se entiende–, también ella tendría un inmenso valor.
En el himno de Homero, Afrodita se hace merecedora de ese mismo epíteto: “La Naciente”. Así es llamada. Y de Afrodita fue aquel día, un día naciente, donde todo nació: hasta el día, hasta las nubes, hasta la gente.
Pasaban guardias civiles llevados a hombros por el pueblo, por las gentes del pueblo de Madrid, y ellos eran felices. Los rateros se declararon en huelga; no hubo un solo hurto, por pequeño que fuera. Las personas entraban en los bares, donde pedían y pagaban; nadie intentó tomarse ni siquiera un café sin pagar. Las joyerías estaban intactas, con sus alhajas resplandecientes; nadie pensó en romper los cristales, nadie pensó en romper nada.
Creo yo que era la claridad del día. Pero si esa claridad del día se dio precisamente el 14 de abril, y si lo que nació de ese día naciente fue la República, no puede ser por azar. Fue, pues, un nacimiento y no una proclamación . Y de ese día naciente recuerdo en especial un episodio.
Las gentes sólo pensábamos –es muy cursi, lo sé, pero es verdad– en amarnos, en abrazarnos sin conocernos. Llorábamos de alegría, unos y otros, en la Puerta del Sol. Yo estaba allí cuando llegó Miguel Maura, cuando entró en el Ministerio de Gobernación. El edificio se había ido llenando de gentes, como convocadas por una especie de corona de nubes que se había ido formando en el cielo.
Era una hermosísima corona, tan hermosa que, una vez vista y contemplada, hace imposible aceptar ninguna otra corona. Se hizo sola, con esas nubes de abril que son un poco hinchadas, pero contenidamente; un poco rosadas, pero contenidamente.
Era algo tenue e indeleble a la par, algo inolvidable siendo tan leve, tan sostenido que no se sabe qué esfera celeste tenía que ser, y, de no ser celeste, lo más cerca que en este planeta puede haber de celeste.
Florecieron las banderas republicanas, florecieron no se sabía desde qué campo de amapolas o de tomillo. Hasta había perfume a campo, a campo de España. Y, entonces, todo fue muy sencillo: Miguel Maura avanzó con la bandera republicana en los brazos. La llevaba tiernamente, como se lleva un depósito sagrado, un ser querido. La desplegó y dijo simplemente: “Queda proclamada la República”. Fue un momento de puro éxtasis.
Unas horas más tarde, no muchas, mi hermana Araceli, junto con su marido, con mi padre y conmigo, fuimos a Telégrafos. Entraron los hombres para poner algunos telegramas, y nos quedamos mi hermana y yo, solas, en la plaza donde no había nadie, debajo, por azar, de un reverbero blanco de luz, de una blancura incandescente, de una blancura que yo nunca más he vuelto a ver.
Llegó un grupo de hombres, de indígenas, de gente de aquí, salida, como salía todo en aquel momento, de una tierra feliz, de una tierra que estuviese comenzando a salir de la maldición bíblica, si es que de verdad nos han dicho aquello de “parirás con dolor”. Parecía que ya la tierra no tendría que parir nunca más con dolor, sino con gloria, y que todo sería amor, unión entre el cielo y la tierra. Y llegaron aquellos hombres pequeñitos, españoles, indígenas. Vinieron hacia nosotras, hacia mi hermana y hacia mí, con esa timidez que tienen todos los seres que nacen como es debido y, al mismo tiempo, llenos de confianza.
Éramos señoritas. Íbamos vestidas de señoritas. Mi hermana todavía podía pasar, pues llevaba un abrigo rojo, que ella no se encargó para la ocasión. Pero yo iba de azul celeste, color nada revolucionario. Y se acercaron casi como de puntillas, y, mirándonos, nos dijeron: “¡Viva la República!” Y nosotras, con alegría, y dándoles más espacio de cordialidad y de entendimiento, contestamos. Entonces volvieron a decirlo cada vez con mayor júbilo, al ver que nosotras participábamos y nos uníamos a ellos a pesar, creo yo que pensarían, de ser dos señoritas.
Uno de aquellos hombres, que llevaba una camisa blanca, se destacó. Sería por azar, pero estaba colocado debajo del reverbero blanco; así que la blancura de su camisa era ultraterrena y, al mismo tiempo, terrestre, porque todo era así, nada era abstracto, nada era irreal, todo era concreto, real, vivo, la mismísima realidad, la felicidad."
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