Hoy vuelve a ser 14 de abril y, como de
costumbre, vuelvo a decir ¡Viva la
República!
Y no es que yo sea especialmente antimonárquico.
La monarquía, ni me va, ni me viene.
Y su existencia me traería al fresco, si no fuera
porque, a la fuerza, me obligan a sentirme representado por una institución y
unas personas a quienes, yo personalmente (y pienso que otros muchos), no les
he otorgado, ni les otorgaré nunca (creo), ese derecho.
Más aún, me parece inadmisible que dicho
“derecho de representación” del pueblo español sea “propiedad” de una familia
que lo transmite, por vía venérea, de padres a hijos, junto con, digamos, las
acciones del banco Santander, la cubertería de plata de la tatarabuela María
Cristina y el reloj de oro del abuelo Alfonso.
Un poco de seriedad, por favor, que están
hablando de la representación del Estado, que es un invento integrado por más
de cuarenta y cinco millones de ciudadanos de los que más de la mitad somos
mayores de edad (en algunos casos, como es el mío, incluso demasiado mayores,
para mi gusto).
Por eso, porque quiero que, más pronto que
tarde, se enmiende este desafuero, vuelvo a insistir, un año más:
¡Viva la República!
Afortunadamente, estoy convencido, está más
cerca de lo que algunos quisieran.
Todo el que me conoce está harto de mi cantilena,
pero pienso seguir insistiendo.
Es más, si por mi fuera, no votaría a ningún
partido que no haga pública fe de su vocación “republicana” y su voluntad de
solicitar un referéndum para dilucidar qué es lo que quiere la mayoría.
Yo por mi parte aceptaré el resultado.
Exactamente igual que acepté en su día la presidencia
de Gobierno del Sr. Aznar de quien, por cierto, no tengo una opinión
excesivamente favorable.
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