Aunque
habitualmente se me tilda de pesimista y escéptico, tengo para mí que más bien
soy un iluso y un optimista irremediable.
Pero
ello no obsta para que (probablemente por pereza) habitualmente me tome las
cosas con mucha calma.
Y
eso es lo que me pasa con el “alegrón” que, a muchos de nosotros, nos ha
producido la noticia de la suspensión cautelar del proceso de privatización que
el Sr. Consejero ya consideraba irremediablemente “encarrilado”.
Por
supuesto yo también me alegro.
Y
aunque no estoy muy seguro de que esto suponga “la puntilla” del invento, estoy
convencido de que supone una carga de profundidad de consecuencias difíciles de
evaluar en estos momentos, pero necesariamente graves.
Y
lo digo tanto por el proceso judicial en sí (al que le siguen otra media
docena) como, sobre todo, por la bocanada de aire fresco que ha insuflado en
una ciudadanía que, aunque era consciente de que lo que estaban haciendo era un
saqueo, había ido tirando la toalla (de su fe) según el Sr. Consejero iba
completando (y restregándonos por las narices) los trámites de las
adjudicaciones.
Hoy
mucha gente ha tomado conciencia (quizá por primera vez) de que ¡SÍ, se puede!
y volverá a salir a la calle y a apoyar las mareas.
Pero,
sobre todo me alegro por todos los que a las puertas de los hospitales y los
centros de salud (y dentro de ellos) vienen plantando cara día tras día a costa
de su tiempo y, a veces, sus ingresos, o sus expectativas laborales.
A
todos ellos mi enhorabuena.
Esperemos
hasta ver si se confirma la suspensión y, si es así, descorchemos esa primera
botella (que bien nos la hemos ganado) y metamos otra en la nevera, porque el camino
será inevitablemente largo.
Saludos
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